viernes, 14 de junio de 2019

MARIO LOURTAU

El destino ha querido separar vida y muerte
de tal modo que la vida se prolongue
hasta el cauce salado que divide las sombras de las luces,
donde muerte, frío, y silencio se confunden
con olas y naufragios.

El río donde nadamos no es tan solo
el agua donde juegan los chavales
de una tarde agostada de recuerdos y estrellas.
El río donde nadamos, como peces caducos,
es el tramo confuso de unos labios
que se acercan a besarnos
y marcan nuestra piel de adolescentes,
o la orilla fría y desnuda que contempla
el curso de los años sucesivos.

Arrastran las corrientes,
como aves cansadas de fingir el invierno,
los nombres de lugares memorables que ya
nadie recuerda, un hálito fugaz
de aquello que hemos sido y desvanece.

Cuando el tiempo persigue nuestros pasos sin dueño
es el don de la distancia quien nos guarda y redime
de buscar el apremio de las aguas someras
o nadar hacia el fondo de una tarde de niebla
por los cauces salados donde crecen las sombras.

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