viernes, 24 de abril de 2009

MANUEL MACHADO

Veinte mil corazones
laten en un silenci
claro y caliente. Brindis.
Suenan con golpe seco
las banderillas mustias
en el lomo del toro, y a su cuello
la roja sangre tibia
hace un foulard soberbio.
De un lado, por debajo
del rojo trapo en que su furia engríe,
el toro surge, alzando
remolinos de arena.
De otro lado sonríe una cara morena.
O bien, en los tres tiempos
del pase natural, tendiendo el brazo
guarnecido de oro,
la clásica elegancia
con seriedad ejerce y arrogancia.
¡Fué, pudo ser! Los alamares de oro
rozaron con el asta ensangrentada.
En la arena tendido, yace el toro,
y de pie, sonriendo, está el espada.
Veinte mil voces -una- gritan locas.
La inesperada acometida ha hecho
del elegante paso
un revuelo confuso, y allá junto
de la barrera hay algo
indiscernible. Enfrente
se ven rostros de espanto.
Y, entre manchas de grana
y reflejos metálicos,
el toro, revolviéndose,
alza en los cuernos un pelele trágico.

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